"Si hay personas que de un palacio hacen un infierno, hay otras que para convertir una choza en palacio no tienen más que meterse en ella."
Benito Pérez Galdós
También yo me he maravillado ante los trucos de ese descabellado prestidigitador que es el tiempo, para comprender, al fin, que su magia reside en mi mirada y que los confines del mundo solo pueden traspasarse con los ojos cerrados.
Cuando el hartazgo es más fuerte que la cautela, solo hay dos opciones posibles: sucumbir al abismo y enredarse en la telaraña del tánatos o bramar un “basta” disonante y rotundo con el que inaugurar una nueva etapa. Quien opta por esto último, se sonríe complaciente al dar ese paso tan anhelado que antes se le hacía inimaginable. Exaltado, vacía su hatillo de obligaciones creadas y derrotas cotidianas para llenarlo con visiones felices de esa nueva Utopía hacia la que parte. Pero los nuevos comienzos son tan prometedores como inciertos y uno puede echar en falta esa red de seguridad llamada rutina que antes advertía con desprecio y, lo que es más terrible, puede ser presa del vértigo que supone saberse único responsable de esa puesta a cero, ya sea caprichosa o necesaria, y flaquear ante la voz interior que le repite “ya no hay excusa que valga…”
Ilustración de Michael Hogue con trabajadores en cubículos de oficina ©BELGA_MAXPPP_Michael Hogue
Todos somos presos de alguna cárcel encubierta. Pero las cárceles actuales ya no son lugares espeluznantes con calabozos sucios y oscuros, sino que están a la vista de todos e incluso son aceptadas socialmente.
¿Quién no ha acudido alguna vez a uno de esos edificios en los que la simetría se pone al servicio del aislamiento y cada individuo aparece encerrado en un cubículo? Estarán de acuerdo conmigo en que se trata de una visión cuando menos perturbadora: todas esas personas atrapadas, sentadas frente a una mesa anegada en archivadores y bandejas de informes varios, con una taza de café frío en la mano, la mirada fija en la pantalla y una maraña de cables a los pies. Dejan de ser individuos para convertirse en autómatas que se dedican –consciente o inconscientemente- a pisotear sueños pretéritos de 9 a 6. Lejos de llevarse las manos a la cabeza, la sociedad ensalza esos espacios como dignificantes, quizá porque no faltan casos de gente a la que teclear mensajes insípidos dirigidos a personas sin rostro le hace sentirse útil, importante, parte de una incierta maquinaria social.
Sin embargo, es probable que la cárcel moderna más abarrotada sea de índole más personal. A menudo nuestras prisiones toman la forma de otro ser, admirado o temido, al que entregamos nuestro hatillo de amor propio, deseos y temores con la esperanza de que acepte llevarnos a cuestas por el camino de un mañana demasiado tremebundo como para emprenderlo en soledad. Asimismo, existen cárceles etéreas e invisibles, cimentadas a base de ideas místicas, principios revolucionarios y miedos inconfesables, cuyos muros nos mantienen a salvo de aquellas criaturas que se nos antojan grotescas, ofensivas o incluso tentadoras.
Por supuesto, todas las prisiones anteriores, así como las no mencionadas, son combinables entre sí y tan infinitas como las cadenas que pueden apresarnos de forma simultánea. Lejos de ser una excepción, yo también tengo cierta experiencia en forjarme grilletes a medida. ¿Y ustedes?
Cuando me regalan libros, acostumbro a pedir que me los dediquen. Un libro sin dedicatoria se queda cojo, carente de historia, perdido en el tiempo. Pero, en ocasiones, un mero título o los tonos de una cubierta son suficientes para retrotraernos a un ayer enmarañado que de repente se desenreda.
Eso es lo que me sucedió hace unas semanas al descubrir en mi estantería un ejemplar titulado Diccionario de refranes. Fue uno de esos típicos regalos que compran las madres para que los entregues como propios cuando aún eres demasiado pequeña para compartir el afán adulto por cumplir en fechas señaladas. El destinatario de la obra era mi abuelo, quien como buen castellano había crecido rodeado de dichos populares y disfrutaba con la sabiduría que estos encierran.
La decepción ante la ausencia de una dedicatoria y la datación incierta del libro se esfumó en un instante al hojearlo y descubrir varios marcapáginas. Cada uno de ellos parecía haber sido cuidadosamente situado para guiar al intruso hasta los pasajes favoritos de su antiguo dueño o hasta los puntos en que el homenajeado había detenido su lectura. El olor a Ducados aún impregnaba las páginas y eso bastó para abrir de par en par la siempre entreabierta puerta de la memoria. Volví a ver a mi abuelo plácidamente tumbado en el sofá frente al televisor, cubierto hasta la cintura con una manta pardusca y sosteniendo un cigarro en la mano derecha.
De haber podido regalarle este diccionario ahora, por motu proprio y de mi bolsillo, ¿habría acertado a elegir las palabras exactas para dedicárselo? La nostalgia por los momentos pasados me impide imaginar con claridad un presente ahora imposible. Lo único que puedo hacer es sentarme a leer este tomo y reírme al descubrir refranes como “criado por abuelo, nunca bueno”.