Las lluvias de julio golpean los cristales con la misma monotonía plúmbea que las del resto del año, pero poseen propiedades mágicas. Ayer, el quejido del aguacero acalló mis pensamientos cual aceite caliente crepitando en la sartén y me quedé de pie bajo mi paraguas, con mi abrigo de invierno y mis botas altas. Las gotas suicidas estallaban contra los tejados, contra la acera y resbalaban inconscientes por los canalones y calle abajo por entre los adoquines como tantas otras veces. Pero ayer, ayer descubrí en su reflejo los destellos de un yo que creía perdido y mis ojos se empañaron como las ventanas de los edificios a mi alrededor.
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