Para hablar del Parque Güell no es necesario desplazarse hasta Barcelona. Basta con consultar una enciclopedia o buscar en Internet para aprender algo nuevo sobre este jardín modernista. Su simbolismo político y religioso, su barroquismo organicista y geométrico, sus columnas a modo de palmeras curvas, sus estalactitas de piedra, su banco serpenteante, sus gárgolas devoradoras de lluvia, su vegetación mediterránea y sus archiconocidos mosaicos de cerámica y vidrio.
Sin embargo, sólo quien lo visita comprende lo que es darse de bruces con una utopía, la emoción de perderse en un paraíso en el que cada rincón reaviva un trocito del alma. Sólo quien se acerca a la montaña del Carmel descubre su mosaico más conseguido y oculto, que respira, se mueve y cambia a cada instante.
El Parque Güell es más que una salamandra junto a la que hacerse fotos.
Es el gato tuerto y hambriento que sale a tu encuentro, te mira sin verte y maúlla.
Es la pelirroja zurda que dibuja un boceto mientras fuma y mira al horizonte.
Es el trompetista de jazz improvisado que desgrana notas y el guitarrista flamenco que vende maquetas.
Es la niña que persigue palomas en la plaza oval, esquivando puestos de recuerdos, pulseras y pendientes.
Es el bocadillo de jamón serrano de a 4,50 euros que venden en la cafetería del mirador.
Es el jubilado que descansa los ojos tras las gafas de sol sentado en un banco.
Es el turista que consulta su guía en lo alto del calvario, ansioso por llegar a los monumentos gaudinianos sin saber que ya está pisando uno.
Todo esto era el Parque Güell cuando lo visité. Me pregunto qué encontraré cuando regrese, quién sabe cuándo…
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