Aquellos suicidas impacientes se agitaban entre sus guantes de cuero negro. Por más que trataba de retenerlos, los últimos días del año se le escurrían. Escuchaba su quejido al caer, uno a uno, como caen las hojas secas sobre el tosco pavimento.
Atrás quedaban los tiempos en que el ocaso de uno de esos últimos días traía la dicha de mover un poco más cerca del pesebre las figuritas de los reyes magos talladas por su padre. Sólo los fantasmas de propósitos incumplidos, por desidia, vacilación o mero olvido, se acercaban ahora.
A pesar de ello, cada año redactaba ilusionada una nueva lista de intenciones para el venidero. Intenciones que terminaría abandonando y pasarían, así, a engrosar su libro de ambiciones fallidas. Sin embargo, había algo de tranquilizador en ese proceso de estampar anhelos en una hoja en blanco, un viso de esperanza, una voluntad de cambio transitoria que parecía gritarle: “aún estás a tiempo”.
Atrás quedaban los tiempos en que el ocaso de uno de esos últimos días traía la dicha de mover un poco más cerca del pesebre las figuritas de los reyes magos talladas por su padre. Sólo los fantasmas de propósitos incumplidos, por desidia, vacilación o mero olvido, se acercaban ahora.
A pesar de ello, cada año redactaba ilusionada una nueva lista de intenciones para el venidero. Intenciones que terminaría abandonando y pasarían, así, a engrosar su libro de ambiciones fallidas. Sin embargo, había algo de tranquilizador en ese proceso de estampar anhelos en una hoja en blanco, un viso de esperanza, una voluntad de cambio transitoria que parecía gritarle: “aún estás a tiempo”.
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